Pero, ¿QUÉ ES UN BANCO MALO?

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Ruben Manso, Fundador del Despacho Financiero Mansolivar & IAX

Esta es una pregunta que hoy en día se formula mucha gente que sigue los debates sobre economía y finanzas que se sostienen en los medios de comunicación. Para responder a esta cuestión, sería preciso subrayar, en primer lugar, que un banco malo no es una entidad bancaria; esto es, no se trata de una institución que tome depósitos de dinero del público. 


 

Este hecho constituye en sí mismo una paradoja, ya que la única institución económica a la que denominamos banco malo, no es un banco y no existe ningún banco propiamente dicho al que otorguemos dicho calificativo, a pesar de la escasa reputación de que gozan en la actualidad los mismos. El llamado banco malo no es más que una sociedad, u otro tipo de institución, que no ha de tomar necesariamente la forma societaria (como, por ejemplo, un fondo de inversión), propietaria de los inmuebles procedentes de la ejecución de garantías o de acuerdos con sus deudores por parte de las entidades de depósito, como modo de satisfacer, aunque sólo sea parcialmente, los créditos impagados. La palabra banco, en este contexto, se asemeja a la idea con que se utiliza al hablar de un banco de sangre, de arena o de alimentos, es decir, de un lugar donde se acumula un tipo determinado de cosas.

En realidad, la creación de bancos malos por el sector bancario se inició poco antes de que la crisis se hiciera pública. Muchas entidades comenzaron a crear sociedades en las que aparcar los inmuebles procedentes de créditos impagados, cuando empezaron a detectar que el volumen de los mismos era anormalmente elevado. La finalidad no era otra que trasladar a dichas sociedades el deterioro que preveían que podrían llegar a tener estos activos en el futuro, por un lado, y facilitar la gestión, por otro, con vistas a la venta de los mismos. El traslado de las pérdidas en el valor sólo se producía desde los balances individuales de las entidades, ya que, en los consolidados (aquellos que incluyen todas las sociedades de un mismo grupo económico), como es lógico, dicho traslado al exterior del grupo económico no es posible. No debemos olvidar que son estos balances consolidados los relevantes a todos los efectos de información a los mercados.

Cuando estas sociedades comenzaron a tomar volúmenes que podemos calificar de exagerados, la banca española (y entiéndase banca en el sentido genérico de entidades que desarrollan el negocio bancario, lo que incluye bancos, cajas de ahorros y cajas rurales), se planteó qué podía hacer para desvincularse de dichas sociedades; es decir, cuáles eran las posibles vías para dejar de consolidar las mismas, de modo que no contaminasen, por decirlo de algún modo, sus estados financieros. Muchas instituciones recibieron visitas de otras extranjeras que proponían soluciones a este problema y hubo contactos con el Banco de España para obtener el beneplácito de este último a las mismas.

El supervisor español, con muy buen criterio y dentro de la Normativa Internacional Contable, sólo exigía una cosa para admitir esa ansiada desconsolidación de las sociedades tenedoras de inmuebles: la pérdida del control por parte de las entidades españolas, o, dicho en román paladino, la venta de la mayor parte del capital de las tenedoras. Nadie lo hizo. Las razones son fáciles de entender: dicha venta exigía materializar pérdidas que, en la mayoría de los casos, no estaban ni siquiera reconocidas contablemente. La excusa para no contabilizarlas se basaba en la dificultad de valorar los inmuebles en un mercado en el que no se producían transacciones, pero, a la vez, en muchos casos, no se producían transacciones, precisamente para evitar que se hicieran valoraciones razonables que forzasen a reconocer la fuerte caída en el valor de los inmuebles.

Así llegamos a los Reales Decretos-leyes 2 y 18, de 2012, que, con buen criterio, dictó el Gobierno para forzar a las entidades a enfrentarse al mercado y conocer el verdadero valor de sus activos y, en su caso, de las pérdidas que tenían acumuladas, y no reconocidas, en sus inmuebles adjudicados. Mientras que la primera de estas normas simplemente obligaba a valorar estos últimos a importes muy bajos como modo de incentivar las ventas, la segunda imponía la creación de sociedades de gestión de activos en las que habría que ceder obligatoriamente el control en sólo tres años si se recibían ayudas públicas. A pesar de estos loables intentos, seguía planeando la solución de crear un banco malo con dinero público, posibilidad que finalmente fue asumida por el Real Decreto-ley 24/2012, para las entidades que recibieran ayudas públicas.

 

Como dicha norma está pendiente de desarrollo reglamentario, desconocemos cuál será exactamente la futura configuración de la tenedora, que podría revestir tanto forma societaria como de fondo de inversión, pero que, en cualquier caso, sólo puede consistir en una de las tres siguientes opciones:

 

  1. Una institución a la que las entidades aporten sus inmuebles a cambio de títulos de propiedad en la misma. Ninguna de las aportantes, por tanto, la controlaría, por lo que, dado el patronazgo que sobre la misma pretenden ejercer las autoridades, sería mejor la forma de fondo. Nadie consolidaría, por lo que los inmuebles desaparecerían de los balances de las aportantes. Sin embargo, habría que valorar los títulos recibidos. El problema estribaría en las valoraciones iniciales de los activos entregados que, o bien se harían a valores de mercado, o bien de manera proporcional a los mismos, aunque no se valoraran a precio de mercado, para no beneficiar a ninguna entidad en concreto.
  2. Una institución de capital público, o bien mixto, pero procedente el privado de instituciones distintas de las auxiliadas, sin endeudamiento. Sin embargo, esta opción parece poco probable, dado el volumen de la adquisición en efectivo que se baraja.
  3. Una institución de capital público, o mixto, pero procedente el privado de instituciones distintas de las auxiliadas, con endeudamiento. En esta modalidad se pagaría con títulos de deuda, esto es, obligaciones a largo plazo que se atenderían con la liquidación de los inmuebles. Esta opción es la más probable de las tres, especialmente si el capital es mixto, como modo de que la deuda no compute como pública.

 

Recibir dinero o títulos a cambio de los inmuebles entregados no es relevante si los títulos, especialmente si son de deuda, llegan a cotizar en los mercados y pueden convertirse en liquidez con facilidad; lo relevante es la finalidad del banco malo y el precio de adquisición de los inmuebles por éste.

 

El objeto del banco malo, como apunta la última de las normas, consiste en realizar una venta controlada en el tiempo (quince años), para evitar un desplome en los precios a consecuencia de una oferta masiva de activos en el mercado. El precio de adquisición sería difícil de establecer, si bien existe un incentivo a que sea superior al razonable en las condiciones actuales, como modo de reducir el impacto negativo en las cuentas de los vendedores. El Estado puede estar dispuesto, por lo tanto, a comprar caro para evitarse tener que destinar más ayudas directas a las instituciones con problemas. Sin embargo, los aportantes de capital privado, no. La solución se encontraría en distintos precios de entrada en el capital del banco malo: un precio alto para el Estado, y ajustado para el resto de inversores. En definitiva, la diferencia entre ambos precios no viene a ser sino una subvención encubierta.

 

El banco malo será un negocio rentable para las arcas públicas, dicen nuestras autoridades. Pero en ningún caso será todo lo rentable que debería ser si el Estado no entra a precios ajustados a las condiciones del mercado en el momento de la compra de los inmuebles. Vender más caro de lo que se compró es un beneficio contable, pero puede no serlo en términos económicos si se puede, y debe, comprar más barato. Los lucros cesantes no se contabilizan, pero no por ello dejan de existir. El lucro cesante de la operación es, de nuevo, una subvención encubierta.

 

El mercado, otra vez, no ha fallado, sino que no se le ha dejado actuar. No estamos en una economía de mercado, ni siquiera en eso que se llama social de mercado, porque nada tiene de social ayudar a un sector en lugar de a otro, con todos los sectores e individuos que necesitan actualmente auxilio. La alternativa de auxiliarlos a todos tiene un nombre, fracaso o comunismo, y la de ayudar a algunos y no a otros, socialdemocracia o desigualitarismo. Nuestro modelo es, por tanto, el de economía desconfiada del mercado, sobre todo cuando el mercado no hace lo que nosotros queremos. 

 

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